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La cultura de la culpa

La cultura de la culpa

Con la finalidad de preservar la inocencia con la que nacimos, solemos quejarnos y victimizarnos constantemente, culpando a los demás, a nuestras circunstancias e incluso a la vida por todo lo ‘malo’ que nos sucede.

Caminando por un prado, un granjero se encontró un huevo de águila. Lo metió en una bolsa y, una vez en su granja, lo colocó en el nido de una gallina de corral. Así fue como el aguilucho fue incubado y criado junto a una nidada de pollos. Al creer que era uno de ellos, el águila se limitó a hacer durante toda su vida lo mismo que hacían todos los demás. Escarbaba en la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, imitando así el vuelvo del resto de gallinas.

Los años fueron pasando y el águila se convirtió en un pájaro fuerte y vigoroso. Y un buen día, divisó una magnífica ave que planeaba majestuosamente por el cielo. El águila no podía dejar de mirar hacia arriba, asombrado de cómo aquel pájaro surcaba las corrientes de aire moviendo sus poderosas alas. “¿Qué es eso?”, le preguntó maravillado a una gallina que estaba a su lado.

“Es el águila, el rey de todas las aves”, respondió cabizbaja su compañera. “Es todo lo contrario de lo que somos. Tú y yo hemos nacido para mantener la cabeza agachada y mirar hacia el suelo.” Y así fue como el águila nunca más volvió a mirar hacia el cielo. Tal como le habían dicho, murió creyendo que era una simple gallina de corral.

LA SOCIEDAD PREFABRICADA

La sociedad es un fiel reflejo de cómo pensamos, somos y nos comportamos la mayoría de individuos. Y en paralelo, cada uno de nosotros es una creación hecha a imagen y semejanza de la manera de pensar, de ser y de comportarse de la sociedad. Y más allá de potenciar nuestras fortalezas y cualidades innatas, la maquinaria del sistema capitalista nos ha convencido, al igual que le sucedió al aguilucho, de que somos simples gallinas de corral. Por eso solemos vivir limitados por nuestros miedos, frustraciones y carencias.

De hecho, el crimen más grande que se ha cometido en contra la humanidad ha sido –y sigue siendo– condicionar la mente de los niños con falsas creencias que obstaculicen su propio descubrimiento de la vida. A esa edad, todos somos inocentes. No podemos defendernos de la poderosa influencia que la sociedad ejerce sobre la construcción de nuestro sistema de creencias y, por ende, sobre la creación de nuestra identidad.

Debido a nuestra incapacidad para discernir, cuestionar y decidir, a lo largo de nuestra infancia no nos queda más remedio que creernos las normas, directrices y dogmas que nos son impuestos desde afuera. Por más que a este proceso le sigamos llamando «educación», en realidad es más certero denominarlo «cadena de montaje». De ahí que muchos sociólogos afirmen que formamos parte de una «sociedad prefabricada».

EL FIN DE LA INOCENCIA

Generación tras generación, los adultos vamos proyectando de forma inconsciente nuestra manera de ver y de comprender el mundo sobre los más pequeños. Cabe recordar que cuando nacen, los niños son como una hoja en blanco: limpios, puros y sin limitaciones ni prejuicios de ningún tipo. De hecho, la palabra «inocencia» procede del latín «innocentia», que significa «estado del alma limpia de culpa». Es decir, aquello que los adultos, ya prefabricados, solemos anhelar constantemente.

No obstante, en general somos personas victimistas. Por eso el victimismo se ha convertido en uno de los rasgos más destacados de la sociedad contemporánea. Y dado que a nivel emocional sólo podemos compartir con los demás aquello que primero hemos cultivado en nuestro interior, entre todos hemos creado y consolidado «la cultura de la culpa». Así, la mayoría de seres humanos intentamos diariamente eludir cualquier tipo de responsabilidad, poniendo de manifiesto nuestra falta de madurez. Y como no, se trata de una limitación que terminamos inculcando sobre las nuevas generaciones.

Entre otros ejemplos cotidianos, es común ver a un niño pequeño chocar contra una mesa y caerse al suelo. Y puesto que el golpe le ha producido dolor, en ocasiones se pone a llorar. Su llanto suele llamar la atención del adulto que lo está cuidando en ese momento, que enseguida corre para atenderlo. Si bien la mesa es un objeto inerte, carente de voluntad y libre albedrío, el cuidador, con todas sus buenas intenciones, comienza a gritar «¡mesa mala!, ¡mesa mala!» Estas acusaciones suelen tranquilizar al niño, que a su vez comienza a imitar a su tutor, culpando a la mesa del golpe y de su dolor.

ADICTOS A LA QUEJA

Visto con perspectiva, lo cierto es que es muy fácil protestar por el funcionamiento del sistema capitalista. Basta con abrir la boca y decir lo que pensamos. Es muy fácil quejarse por la manera en la que se gestionan las empresas. Basta con abrir los ojos y reparar en lo que vemos. Es muy fácil criticar y juzgar la actitud de nuestros políticos. Basta con abrir los oídos y escuchar la forma en que estos hablan. Es muy fácil lamentarse por el comportamiento de la sociedad. Basta con estirar el brazo y señalar sus errores y defectos.

Es tan fácil protestar, quejarse, criticar, juzgar y lamentarse que todos sabemos cómo hacerlo. Basta con adoptar el rol de víctima y creer que el mundo es un lugar injusto, en el que la culpa de nuestros problemas, conflictos y sufrimientos siempre la tienen los demás. Sin embargo, en última instancia somos co-creadores y co-responsables de que la economía sobre la que se asienta nuestra existencia sea tal y como es. De hecho, con nuestra manera de ganar, de gastar, de invertir y de ahorrar dinero apoyamos y validamos el sistema cada día.

Con respecto a las empresas, si no fuera por ellas no habría empleo. Y sin éste, careceríamos de ingresos con los que cubrir nuestras necesidades básicas. Más allá de cuáles sean nuestras circunstancias sociales y económicas, fichamos cada lunes en la oficina por elección propia. Además, mediante el consumo diario de productos y servicios permitimos la subsistencia de millones de compañías. Es cierto que vivimos condicionados por la publicidad y el marketing, pero nadie nos apunta con una pistola para saciar nuestros caprichos y deseos.

CADENAS INVISIBLES

Un veterano mercader de camellos atravesaba el desierto del Sahara junto con su hijo adolescente, que era la primera vez que lo acompañaba. Al caer la noche, decidieron acampar en un oasis. Tras levantar la tienda, padre e hijo empezaron a clavar estacas en el suelo para atar con cuerdas a los camellos. De pronto, el joven se dio cuenta de que tan sólo habían llevado 19 estacas y 19 cuerdas, y en total había 20 camellos.

“¿Cómo atamos a este camello?”, preguntó inquieto el hijo adolescente. Y el mercader, que llevaba muchos años recorriendo el desierto, le contestó, sonriente: “No te preocupes, hijo. Estos animales son muy tontos. Haz ver que le pasas una cuerda por el cuello y luego simula que lo atas a una estaca. Así permanecerá quieto toda la noche.” Eso es precisamente lo que hizo el chaval. El camello, por su parte, se quedó sentado e inmóvil, convencido de que estaba atado y de que no podía moverse.

A la mañana siguiente, al levantar el campamento y prepararse para continuar el viaje, el hijo empezó a quejarse a su padre de que todos los camellos le seguían, excepto el que no habían atado. Impasible, el animal se negaba a moverse. “¡No sé qué le pasa a este camello!”, gritó indignado. “Parece como si estuviese inmovilizado”. Y el mercader, sin perder la sonrisa, le replicó: “¡No te enfades, hijo! El pobre animal cree que sigue atado a la estaca. Anda, ve y haz ver que lo desatas.”

LA ASUNCIÓN DE LA RESPONSABILIDAD

Aunque la culpa nos alivia, también nos ata con cuerdas que no existen a estacas invisibles. Lo curioso es que la culpa sólo existe en aquellas sociedades que promueven el victimismo y niegan la responsabilidad. Si el niño pequeño, inspirado por el adulto que lo acompaña, asume que ha chocado contra una mesa –por seguir con el ejemplo anterior–, estará en el camino de aprender que ha sido él, y no la mesa, quien ha provocado su dolor. Y puesto que con los años el niño se convierte en adulto, a menos que abandone el victimismo seguirá culpando a los demás, a las circunstancias e incluso a la vida cada vez que choque contra cualquier persona, cosa o situación que le produzca dolor.

Y es que solemos quejarnos de nuestra pareja y de nuestros hijos, pero ¿acaso nos responsabilizamos de que somos nosotros quienes los hemos elegido? Solemos maldecir a nuestro jefe y a nuestra empresa, pero ¿acaso nos responsabilizamos de que somos nosotros quienes hemos escogido nuestra profesión y nuestro lugar de trabajo? Y, en definitiva, solemos lamentarnos de que nuestras circunstancias actuales son como son, pero ¿acaso nos responsabilizarnos de que éstas son el resultado, en gran medida, de las decisiones que hemos ido tomando a lo largo de nuestra vida?

Curiosamente, al observar más detenidamente el actual escenario socioeconómico, todos estamos de acuerdo en un mismo punto. La mayoría de ciudadanos nos lamentamos por la falta de líderes, por la ausencia de referentes y, sobretodo, por la decadencia de valores que padece ahora mismo la sociedad. Esta percepción generalizada pone de manifiesto que estamos en contra de muchas cosas, pero ¿a favor de qué nos posicionamos? Y tal vez más importante: ¿quién asume la responsabilidad de convertirse en el cambio que quiere ver en el mundo?

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COMMENTS

  • Jeny Molina  
    3 años

    Me encantó Gracias.

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