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La ley del espejo

Nuestros problemas con los demás son un reflejo de nuestros conflictos internos. Mientras no apacigüemos nuestra mente y sanemos nuestro corazón, seguiremos luchando contra lo exterior.

Para saber cuál es nuestro grado de sabiduría o de ignorancia en el arte de vivir basta con verificar cuál es nuestro nivel de satisfacción o de insatisfacción en nuestras relaciones. Detengámonos un momento y visualicemos mentalmente la cara de todas aquellas personas que forman parte de nuestra vida. No se trata de juzgarlas ni criticarlas: tan sólo de observar y de experimentar lo que nos hacen sentir.

Seguramente pensemos en nuestros padres y hermanos. En nuestra pareja e hijos. En nuestros amigos y conocidos. En nuestros compañeros de trabajo… Y cómo no, en uno de nuestros grandes maestros vitales; esa persona tan empática que nos proporciona situaciones adversas con las que entrenar nuestro desarrollo personal y a la que llamamos “jefe”.

Seamos honestos: ¿hemos tenido últimamente algún percance con alguna de las personas que han aparecido en nuestros pensamientos? ¿Nos llevamos realmente bien con todas? ¿Hay alguna a la que no soportemos especialmente? Tal vez admitamos haber discutido, habernos enfadado o incluso estar hartos de alguna de ellas.

¿DÓNDE ESTÁ LA RÁIZ DEL CONFLICTO?

Sigamos con el juego. Viajemos con la mente a nuestro puesto de trabajo. Sí, a ese extraño lugar en el que pasamos al menos ocho horas de lunes a viernes, conviviendo con desconocidos que no hemos escogido y a los que vemos más que a nuestra propia familia y a nuestros amigos más íntimos. ¿Sentimos aversión crónica o le guardamos rencor a algún miembro de nuestro equipo? ¿Estamos en paz con nuestro jefe? ¿Es posible que nos ronden pensamientos negativos sobre alguno de nuestros compañeros de trabajo?.

Quizás nos saque de quicio ese colega tan victimista que siempre aparece en el momento menos oportuno, contándonos lo desafortunada que es su vida y la manía que le tiene el jefe. O tal vez aquél otro tan chistoso, que parece haberla tomado con nosotros, soltando bromas que no suelen hacernos ni pizca de gracia… Eso sí, el que más nos molesta es uno que compite agresivamente contra nosotros, tratando de dejarnos en evidencia cada vez que el jefe hace acto de presencia.

Puede que ahora mismo pensemos que no es culpa nuestra, que somos buenas personas y que hemos tenido mala suerte por tener que compartir tanto tiempo en compañía de gente tan quisquillosa e incluso nociva. Pero hemos de saber que los psicólogos afirman que estos sentimientos suelen ser recíprocos. A nosotros también se nos juzga y se nos critica, en muchas ocasiones, por quienes menos lo esperamos. ¿Hemos pensado alguna vez qué opinión tienen los demás sobre nosotros? Y sincerémonos todavía un poco más: ¿hemos barajado la posibilidad de que puede que no sean los demás, sino que en realidad la persona conflictiva seamos nosotros mismos?

EL VERDUGO ES LA VÍCTIMA

Se cuenta que un niño estaba siempre malhumorado y cada día se peleaba en el patio del colegio con sus compañeros. Cuando se enfadaba, se dejaba llevar por la ira y decía y hacía cosas que herían al resto de los chicos. Consciente de la situación, un día su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que cada vez que discutiera o se peleara con algún compañero clavase un clavo en la puerta de su habitación.

El primer día clavó treinta y siete. Poco a poco fue descubriendo que le era más fácil controlar su ira que clavar clavos en aquella puerta de madera maciza. Y en el transcurso de las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo. Finalmente, llegó un día en que no entró en conflicto con ningún compañero. Había logrado serenar su actitud y su conducta. Y contento por su hazaña, fue corriendo a decírselo a su padre, quien le sugirió que cada día que no se enojase desclavase uno de los clavos de la puerta.

Meses más tarde, el niño volvió corriendo a los brazos de su padre para decirle que ya había sacado todos los clavos. El padre lo cogió de la mano y lo llevó a la puerta de la habitación. “Te felicito, hijo”, le dijo. “Pero mira los agujeros que han quedado en la puerta. Cuando entras en conflicto con los demás y te dejas llevar por la ira, las palabras dejan cicatrices como éstas. Aunque en un primer momento no puedas verlas, las heridas verbales pueden ser tan dolorosas como las físicas. No lo olvides nunca: la ira deja señales en nuestro corazón”.

LA TIRANÍA DEL EGOCENTRISMO

Si tanto daño nos hacen los conflictos emocionales, ¿por qué criticamos y juzgamos a los demás? ¿Por qué luchamos y nos peleamos tan a menudo? ¿Por qué odiamos a otras personas? Y, en definitiva, ¿por qué tenemos enemigos? Lo cierto es que llevamos a cabo todas estas conductas tan destructivas porque carecemos de la comprensión y el entrenamiento necesarios para relacionarnos de forma más eficiente. Prueba de ello es que solemos creer que los demás pueden herirnos emocionalmente si dicen o hacen cosas con las que no estamos de acuerdo.

Pero eso no es del todo cierto. La causa de nuestro sufrimiento emocional no está afuera, sino adentro: es nuestra reacción a lo que los demás dicen o hacen. Y esta reactividad se desencadena como consecuencia de ver e interpretar lo que nos sucede de forma egocéntrica. Es decir, queriendo que los demás se amolden a nuestros deseos, necesidades y expectativas. A este egocentrismo también se le conoce como “encarcelamiento psicológico” y es la causa última de todo nuestro malestar.

Además, debido a la reactividad y la negatividad creada por nuestras interpretaciones egocéntricas, vamos clavando clavos en nuestro corazón. Y eso nos sumerge en un círculo vicioso: cuanto más egocéntricos somos, más tristeza, ira y miedo albergamos en nuestro interior. Y a su vez, todas estas emociones negativas alimentan nuestro egocentrismo. Dicho de otra manera: nuestro estado de ánimo condiciona la percepción que tenemos de lo que nos pasa, y esta interpretación subjetiva de nuestras circunstancias condiciona nuestro estado de ánimo. Por eso llega un punto en que nuestro malestar nos impide –literalmente– establecer relaciones pacíficas y armoniosas con los demás.

LA MALDAD NO EXISTE

Para mejorar nuestras relaciones con los demás primero hemos de hacer las paces con el único enemigo que hemos tenido, que tenemos y que podemos seguir teniendo a lo largo de nuestra vida. Y para conocerlo basta con que nos miremos en el espejo: son todas las creencias erróneas y limitantes con las que distorsionamos nuestra manera de ver a los demás. No en vano, lo externo es siempre un reflejo de lo interno, pues lo que se observa es en realidad una proyección del observador. Tanto es así que la gente no nos ve tal y como somos, sino como la gente es. O como dijo el filósofo Immanuel Kant, «no vemos a los demás como son, sino como somos nosotros».

Pero, ¿en qué consiste este fenómeno psicológico conocido como «la ley del espejo» o «proyección»? Según el psicoanalista Sigmund Freud, se trata de «un mecanismo de defensa mediante el cual atribuimos a los demás aquellos rasgos de nuestra personalidad que no queremos ver ni reconocer en nosotros por resultarnos dolorosos e inaceptables». Es decir, que al no afrontar ni trabajar sobre nuestro lado oscuro –o sombra– canalizamos nuestras miserias internas entrando en conflicto con los demás. Por eso el sabio Anthony de Mello afirmó que «nuestros enemigos no son las personas que nos odian –el odio que ellos sienten es asunto suyo–, sino las personas a las que nosotros odiamos». Principalmente porque este odio es puro cianuro para nuestro corazón.

Al tomar consciencia de que somos co-creadores de lo que sentimos y experimentamos en nuestro interior, empezamos a asumir la responsabilidad de sanar las heridas emocionales causadas por nuestras interpretaciones y reacciones egocéntricas. Y no sólo eso. A lo largo de este proceso de autoconocimiento y desarrollo personal, también nos damos cuenta de que la maldad no existe, pues cuando somos esclavos de nuestra reactividad no somos dueños de nuestra actitud ni de nuestra conducta. Lo que sí abunda es la ignorancia de no saber quiénes somos y la inconsciencia de no querer saberlo. Y lo cierto es .. más egocéntricos somos, más sufrimos. Y que cuanto más sufrimos, más problemas y conflictos tenemos con los demás.

Para arrancar de raíz nuestros conflictos emocionales hemos de aprender a aceptarnos a nosotros mismos tal como somos. Al disolver a nuestro enemigo interno por medio de la comprensión y el amor, dejamos de proyectar nuestra oscuridad hacia el exterior. Ya no necesitamos falsos enemigos con los que luchar y a los que culpar de nuestro malestar. Cuando conectamos con nuestro bienestar interno, empezamos a interpretar lo que nos sucede con más objetividad y a ver a los demás con más neutralidad. Cuando logramos apaciguar nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestro espíritu comprendemos que lo que sucede es lo que es y lo que hacemos con ello es lo que somos.

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